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lunes, 14 de abril de 2014

Meditaciones sobre la Pasión: la oración en el huerto



(Lc. 22, 39-46)

Tenías miedo. Como hombre que eres tenías miedo. Y tal y como suelo hacer yo cuando algo me inquieta te fuiste a rezar. ¿A quién mejor que al Padre podías confesar tus angustias? ¿En manos de quién ponerlas mejor que en las de Dios? Y esa noche especialmente, no querías estar solo. Por eso pediste a tus discípulos que te acompañaran. Pero ellos, sin comprender el motivo de tu agonía ni lo que estaba a punto de pasar (aún no habían recibido el Espíritu Santo), se dejaron vencer por el sueño. ¡Cuántas veces, Señor, nos encuentras a nosotros dormidos cuando deberíamos estar en vela para no ceder a la tentación, no sucumbir ante el pecado!

Te alejaste como a un tiro de piedra y comenzaste a orar. "Padre, si quieres aparta de mi este cáliz". Si quieres no dejarme sufrir las vejaciones, los insultos, los latigazos, la corona de espinas y la cruz, si fuera posible no pasar por eso te estaría agradecido. Porque soy Dios perfecto, pero también hombre perfecto y siento como los hombres... Y estoy sufriendo hasta la agonía. ¡Estoy muerto de miedo! Pero mira; si es Tu voluntad, Padre a quien amo hasta dar mi vida por tus designios, yo pasaré por eso y por lo que tenga que pasar por la salvación de los hombres. Por todos y cada uno de ellos. Y si estoy dispuesto a dar la vida por cumplir Tu voluntad porque te amo, también estoy dispuesta a darla por salvarlos a ellos porque los amo. Así que en ese caso, Padre, olvídate de mi agonía y no mires este sudor de sangre. ¡SEA!

Cristo se ha entregado por mi. Él tenía los mismos miedos que yo, las mismas ganas de vivir. Era igual a mi en todo excepto en el pecado y ha dado la vida por mi. Siendo inocente cargó con su cruz por amor a mi. ¿No seré yo capaz de cargar con la mía por amor a Dios?

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